jueves, 21 de marzo de 2013

El camino leído


Leo desde que tengo memoria, no tengo claro cómo ni cuándo aprendí a leer, no recuerdo alguna vez haber separado sílabas ni haber hecho planas, pero recuerdo a “la biblia de los niños”, una píldora poco dogmática que enfocaba hechos de la biblia como historias digeribles, los primeros pasos en una religión que no demoré en dejar de lado y salir corriendo, luego recuerdo a “cuentos y poemas” ahora que lo pienso detenidamente, fue lo único de lectura infantil que tuve, me gustó y aún los conservo, han sido los únicos libros que nunca dejé partir, quizá para recordarme una infancia ya lejana, pero que disfruté día a día.

Me causa un poco de gracia ver cómo han clasificado la lectura por edades o por rangos, lectores jóvenes, lectores intermedios, nunca pude disfrutar, o sufrir,  de esa clasificación. En mi temprana adolescencia no tenía límites para leer, leía cuanto llegaba a mis manos, a veces no era algo agradable, pero casi no tengo recuerdos de esas situaciones, recuerdo a “Sherlock Holmes”, recuerdo al “hombre invisible” de Wells, recuerdo al Quijote y ese sabor agridulce de ser la máxima obra literaria en lengua española, pero que aún al día de hoy no la vea como la gran cosa, si alguien se ofende por esto, lo lamento, pero personalmente no alcanzo a dimensionar la maravilla detrás del “Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”

Los años de adolescencia llegaron con la poco grata obligación de los grandes clásicos, las grandes obras griegas, tradición ajena a raudales, pero la educación formal se compromete con hacerte leer sin preocuparse con que aprendas a leer, el paso súbito de la prosa al verso, al soneto y la aparición de un idioma amanerado pero apasionante: el francés, los poetas malditos  desfilaron ante mis ojos y durante la edad de colegio me atreví, con más esfuerzo que éxito, a escribir poesía. No dejé de leer, no perdonaba género ni autor, pero me divorcié de los escritores latinoamericanos, lo he dicho: soy un pésimo latinoamericano, no veo gusto en las letras de Gabo ni soporto la arrogancia que utiliza Vargas Llosa para esconder sus complejos, marqué distancias y decidí no fijarme más en el autor pero sí volcarme hacia la obra. Neruda llegó con sus versos del capitán, llego con su canción desesperada, con sus versos y al final con su “confieso que he vivido” que me ha dado las más grandes sonrisas y las más sentidas lágrimas, sin importar cuantas veces lo lea.

El espíritu científico que reside en mi encontró lugar en el viaje en el tiempo, ante mi las obras de los mejores: Wells, Heinleim, y muchos otros libros que tratan o coquetean con el tema, aún ahora es un tema que me apasiona tanto, que a pesar de ser médico,  leo física cuántica, teoría de partículas y a los grandes cerebros que el mundo ha visto en el campo de la física y la ciencia.

En los años de universidad llega Saramago y sus ensayos, su “intermitencias de la muerte”, Coelho con su “manual del guerrero de la luz” que tanto paralelismo le encontré con mi vida y mi forma de ver el mundo que me rodea, así como sus historias bañadas con auto superación, reflexión, meditación, mundo y puntos de vista, Palma y sus mapas, sus historias enredadas y enredantes y me sacan de este mundo, llegan muchos libros basados en el Londres del siglo XVII con esa capacidad de moverte en espacio y tiempo; redescubro que un libro no es tan solo un grupo de hojas, es una puerta a otros mundos, otras realidades.
A lo largo de mis años he leído mucho, enumerarlos todos no habría dado oportunidad de narrar lo poco que he narrado, he pasado por diferentes géneros, autores y tendencias, al final considero que no hay libro malo y he aprendido a fuerza  a no fijarme tanto en quien escribe, como en las palabas que empiezan a flotar delante de mí cada vez que abro un libro.

Carlos Arias G.

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