Leo
desde que tengo memoria, no tengo claro cómo ni cuándo aprendí a leer, no
recuerdo alguna vez haber separado sílabas ni haber hecho planas, pero recuerdo
a “la biblia de los niños”, una píldora poco dogmática que enfocaba hechos de
la biblia como historias digeribles, los primeros pasos en una religión que no
demoré en dejar de lado y salir corriendo, luego recuerdo a “cuentos y poemas”
ahora que lo pienso detenidamente, fue lo único de lectura infantil que tuve,
me gustó y aún los conservo, han sido los únicos libros que nunca dejé partir,
quizá para recordarme una infancia ya lejana, pero que disfruté día a día.
Me
causa un poco de gracia ver cómo han clasificado la lectura por edades o por
rangos, lectores jóvenes, lectores intermedios, nunca pude disfrutar, o
sufrir, de esa clasificación. En mi
temprana adolescencia no tenía límites para leer, leía cuanto llegaba a mis
manos, a veces no era algo agradable, pero casi no tengo recuerdos de esas
situaciones, recuerdo a “Sherlock Holmes”, recuerdo al “hombre invisible” de
Wells, recuerdo al Quijote y ese sabor agridulce de ser la máxima obra
literaria en lengua española, pero que aún al día de hoy no la vea como la gran
cosa, si alguien se ofende por esto, lo lamento, pero personalmente no alcanzo
a dimensionar la maravilla detrás del “Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”
Los
años de adolescencia llegaron con la poco grata obligación de los grandes
clásicos, las grandes obras griegas, tradición ajena a raudales, pero la
educación formal se compromete con hacerte leer sin preocuparse con que
aprendas a leer, el paso súbito de la prosa al verso, al soneto y la aparición
de un idioma amanerado pero apasionante: el francés, los poetas malditos desfilaron ante mis ojos y durante la edad de
colegio me atreví, con más esfuerzo que éxito, a escribir poesía. No dejé de
leer, no perdonaba género ni autor, pero me divorcié de los escritores
latinoamericanos, lo he dicho: soy un pésimo latinoamericano, no veo gusto en
las letras de Gabo ni soporto la arrogancia que utiliza Vargas Llosa para
esconder sus complejos, marqué distancias y decidí no fijarme más en el autor
pero sí volcarme hacia la obra. Neruda llegó con sus versos del capitán, llego
con su canción desesperada, con sus versos y al final con su “confieso que he
vivido” que me ha dado las más grandes sonrisas y las más sentidas lágrimas,
sin importar cuantas veces lo lea.
El
espíritu científico que reside en mi encontró lugar en el viaje en el tiempo,
ante mi las obras de los mejores: Wells, Heinleim, y muchos otros libros que
tratan o coquetean con el tema, aún ahora es un tema que me apasiona tanto, que
a pesar de ser médico, leo física
cuántica, teoría de partículas y a los grandes cerebros que el mundo ha visto
en el campo de la física y la ciencia.
En
los años de universidad llega Saramago y sus ensayos, su “intermitencias de la
muerte”, Coelho con su “manual del guerrero de la luz” que tanto paralelismo le
encontré con mi vida y mi forma de ver el mundo que me rodea, así como sus
historias bañadas con auto superación, reflexión, meditación, mundo y puntos de
vista, Palma y sus mapas, sus historias enredadas y enredantes y me sacan de
este mundo, llegan muchos libros basados en el Londres del siglo XVII con esa
capacidad de moverte en espacio y tiempo; redescubro que un libro no es tan
solo un grupo de hojas, es una puerta a otros mundos, otras realidades.
A
lo largo de mis años he leído mucho, enumerarlos todos no habría dado
oportunidad de narrar lo poco que he narrado, he pasado por diferentes géneros,
autores y tendencias, al final considero que no hay libro malo y he aprendido a
fuerza a no fijarme tanto en quien
escribe, como en las palabas que empiezan a flotar delante de mí cada vez que
abro un libro.
Carlos
Arias G.
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